viernes, 22 de octubre de 2021

Tres sendas para encontrarme

 Sé que hay múltiples senderos para encontrarme, puede que infinitos, por eso hablaré de tres muy concretos, tres senderos que he querido recorrer no sin miedo. El primero de los cuales fue su boca, a la entrada hay un delirio que resbala y empapa las baldosas del templo devorado por la selva, donde vive el rey de los jaguares. Es, por lo tanto, prudente, mantener cierta calma y no hacer ruido. Después, uno puede deslizarse por la sábana de musgo, que termina en la imperiosa catarata de su garganta, donde se es inevitablemente tragado. Tras una caída que se antoja interminable, un tierno campo de amapolas frena el golpe, y escondido entre las flores, discreto y sigiloso, el gran jaguar espera. Es de obligado cumplimiento enfrentarse y luchar, a pesar de que obviamente va a ser uno derrotado.
Cuando el rey jaguar clavó sus dientes en mi cuello, pude verme junto a mí, y no era nadie.
Otra de las sendas es sin duda su mirada, la puerta luce abierta y no hace falta cruzar su jamba, el fulgor que despide el mundo que vive adentro, arrastra los pies de cualquiera que se encuentre próximo. Así que se es absorbido, y lo primero que uno vive es un vacío vertiginoso, un dejar de ser que asusta, y que sólo porque asusta, uno sabe que no ha dejado de ser por completo. Por eso se termina implorando el miedo, deseando sentir al menos algo de pavor, para poseer un ápice de certeza de que aún se está medianamente vivo. Pero el terror, como el jaguar, clava sus garras de acero.
Cuando sangré bajo el influjo de mis propios temores, hallé la paz, entonces pude verme junto a mí, y no era nadie.  
El tercero de los caminos es mi oído, a la entrada está mi escucha, y limpiándose las botas en el ridículo felpudo del pasillo está su voz. Viene y acaricia mi cuello, se cuela en la habitación prohibida de mi pecho, y expande mi corazón hasta que mancha todos los rincones de mi casa con un cúmulo tenaz de atardeceres.
Llegó, por tanto, el ocaso, y pude verme junto a mí de nuevo, y no era nadie, y todas las veredas eran clónicas serpientes engulléndose a sí mismas.

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