martes, 28 de septiembre de 2021

Imágenes aleatorias de un bosque ilusorio (Parte II)

De regreso al valle, poso mis finas patas sobre la rama de un avellano. Comprendo que ha llegado el otoño, comprendo que se avecinan cambios. Ya es de noche y percibo que los juicios oscuros acerca de la ciudad y sobre el comportamiento de los humanos, han nublado mi belleza interna. Me sorprendo cuando me percato de que no estoy solo. A la orilla del riachuelo se encuentra una mujer, un alma extraviada que no cesa de llorar. Hace frío, y el único manto cercano es el de la madrugada. Con cierto titubeo decido acercarme.
Para mi asombro, comprende mi canto y me dice que acaba de ver el agua, que nunca antes la había visto, y mucho menos escuchado. Me dice que el agua llora, y lo hace porque no puede contener en su cauce tanta belleza, porque siente la grandeza de cada paisaje que riega, y la única manera de expresar su gratitud es a través del llanto. Luego afirma que el agua es igual de hermosa que todos los lugares por los que pasa, pero que no se da cuenta, y que ella, la mujer que sabe hablar con los pájaros, conoce hoy, después de muchos años, la belleza del agua mejor que el agua misma. Por eso, dice, que está también llorando ella, porque siente que no puede contener en su cuerpo tanta magnificencia, y porque sólo la sutil percepción de que ella misma también forma parte de todo, le genera una especie de ensanche, algo así como una ausencia en los límites de su psique, que obliga a sus ojos a derramar un inmenso caudal de lágrimas.
Decido marcharme a una rama cercana, a un recoveco desde el que poder observar la insólita escena. Ella está mirando mi vuelo, y sé que mi libertad también desata su llanto. Está amaneciendo y recuerdo que fue el agua la que partió mi forma ancestral, el cascarón de piedra que me recubría. Me pregunto si yo también he sabido alguna vez observar el agua, me pregunto si todavía estoy aprendiendo a escucharla. De lo que no me cabe duda es de que me precipité en demasía cuando juzgué a los humanos. Hace cientos de años que no lloro, y no había reconocido el profundo universo de quienes portan la vida en el continuo palpitar de su pecho. No puedo emitir opinión alguna sobre aquellos seres que todavía saben llover.

Mi nido cuelga bajo la cornisa de un antiguo puente, sobre el que antes pasaba el ferrocarril. Aún se observan los raíles, aunque atrapados ahora en la densidad de la flora. La hiedra casi ha cubierto por completo las paredes de las grandes columnas que sustentan el puente. A veces me da la sensación de que esta vasta obra de ingeniería siempre ha estado sumergida en el bosque, siempre ha formado parte del entorno.
Repentinamente acontece una enérgica lluvia, y mientras me acerco presto a refugiarme en mi nido, me acuerdo de la mujer que sabe hablar con los pájaros. Debe de seguir junto al río y quizás desconozca el gran puente, bajo el que sin duda puede protegerse del diluvio. Sigue llorando anonadada, me esfuerzo en llamar su atención y enseguida entiende que existe un lugar donde podría resguardarse. Me acompaña sin demora y queda gratamente sorprendida cuando descubre el enorme puente camuflado en el robledal.
Ella se sienta entre los tupidos arbustos, apoya su espalda en el muro que forma la base de una de las grandes columnas, abraza sus propias piernas para protegerse del viento y cierra los ojos. Yo, ahora sí, vuelo hacia mi nido, a mi pequeño hogar de finas ramas, y marcho alegre por saber que mi huésped apenas pasará frío en lo que resta de noche. De vez en cuando brotan en mí antiquísimos recuerdos de cuando era un humano, y es por ello que sé que este extraño simio suele aquejarse en exceso del frío. El humano se ha alejado de los gélidos bosques, ha manipulado el poder del fuego y ha expuesto su piel de manera constante al calor, tal estrategia ha provocado que su cuerpo se haya vuelto vulnerable a la agresividad del clima. Los pájaros, por suerte, tenemos plumas, aunque a veces también padecemos las inclemencias del tiempo, pero esta noche no es del todo desapacible. Acaba de llegar el otoño y viene dando el aviso de que se acerca el momento de emprender el camino hacia el núcleo.
Apoyo mi pequeño cuerpo sobre las ramas de mi efímero hogar, acomodo mis alas para que cubran la mayor parte de mi forma, asomo levemente la cabeza para mirar por última vez a la mujer que sabe hablar con los pájaros, y observo satisfecho que al fin, duerme.

Amanece y no soy el primer pájaro en despertar. La noche ha traído una ardorosa ráfaga de viento que se ha llevado incontables hojas de las copas arbóreas. Las ramas desnudas se asemejan a  los cuerpos rígidos que ofrece la muerte, parecen huesos roídos, arterias planetarias solidificadas. El sonido estéril del ramaje, regala a los sentidos una percepción mucho más intensa del frío.
No obstante, decido extender mis alas y aproximarme a la vera del riachuelo, bajo el puente, donde invité a descansar a la mujer que sabe hablar con los pájaros. Pero, tristemente, ella no está, se ha marchado, y siento una leve punzada en el pecho ¿Por qué no se ha despedido? Quizá tendría prisa, algún tipo de compromiso, alguna cuestión importante que resolver. Aún así… no se habría demorado en exceso por ofrecerme un adiós ¿Por qué de pronto me preocupo tanto por ella?
Sorprendentemente comienzo a llorar, tanto que siento que me deshago. Llevaba cientos de años sin derramar una sola lágrima. Al tiempo que empapo mi tierna circunstancia, no puedo evitar el agradecimiento, la complacencia profunda por estar expresando en forma de llanto mi extraño dolor. Agradezco a la mujer que sabe hablar con los pájaros, aunque no esté presente, que haya desatado en mí la posibilidad de llorar.
La toma de consciencia de que agradezco tal cosa, además, provoca más llanto, más lluvia, mayor liberación.
Puedo apreciar que mis plumas empiezan a evaporarse, mis pequeñas patas ya casi han desaparecido. Hay un fino hilo acuoso que sale de mí, y se aproxima lentamente al riachuelo. No tardo en transformarme completamente en agua, mi cuerpo de pájaro se ha derretido, las lágrimas lo han disuelto. Llego al pequeño arroyo, no existe ahora la posibilidad de distinguir una porción de agua dentro del agua, así que soy el río, también las nubes, también la lluvia, las gotas de rocío, y la humedad subterránea que absorben las raíces. Siendo agua, abundante elemento en el planeta, puedo hallar con extraordinaria facilidad a la mujer que sabe hablar con los pájaros. Podré decirle que el agua sí que sabe que alberga la misma hermosura que todos los paisajes que baña, y que también es por eso que llora.

Nunca se marchó de la vera del río, no pude distinguirla porque se había convertido en piedra. En cuanto formé parte del arroyo, sentí su presencia, pude acariciar su silueta, sumergirla y arrastrarla. La mujer que sabe hablar con los pájaros había sufrido el mismo proceso de transformación que antaño experimenté yo mismo, y no me cabe la menor duda de que dentro de sí se está fraguando ahora un precioso pájaro. Presiento que mi tarea es tratar de quebrar su estructura para que nazca el ave, exactamente de la misma manera que hizo el agua conmigo, cuando yo era piedra. Golpearé su forma, envolveré su figura, penetraré en sus recovecos, y cuando llegue el invierno y me convierta en hielo, empujaré sus paredes internas para resquebrajarla. Sé que llevará largos años procurar su nacimiento, pero el agua es paciente y obstinada, y carece de premura.
Creo empezar a entender, o al menos quiero creer, que todos estos procesos dispares nos llevan, en último término, a fusionarnos con el agua, que el agua es el final de las transformaciones. Ella será pájaro, y después, al igual que yo, terminará siendo agua, y en ese instante pasaremos a ser la misma sustancia, el mismo elemento indiferenciado.
Aunque… por otro lado, comienzo a valorar otra posibilidad. Recuerdo que, cuando era humano, se acercó a mí un hermoso pájaro, al cual identifiqué enseguida como “la ilusión”, y desdeñé su presencia, por ser precisamente eso, una ilusión ¿Y si… aquel pájaro era ella? ¿Y si yo, de la misma manera, fui una ilusión para ella cuando me mostré ante sus ojos en forma de pájaro? ¿Y si nunca dejé de ser humano? ¿Y si, contrariamente, hemos sido siempre agua?
Parece ser que toda la dinámica que genera el pensamiento en torno a la consciencia de existir, en torno a la idea de ser una cosa u otra separada supuestamente de todo lo demás, dentro de un aparente orden lógico, se basa, únicamente en el olvido. Si consigo recordar, lejos de la búsqueda de una certeza coherente, que soy, a la vez, agua, piedra, pájaro y humano, que soy, en definitiva, todo lo que existe y nada al mismo tiempo ¿Se rompe el círculo? ¿Termina el bucle? ¿Acaso… muero?

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