sábado, 25 de septiembre de 2021

Imágenes aleatorias de un bosque ilusorio (Parte I)

Aún duerme la sólida semilla en el vientre del bosque, de su pétrea dureza germina el mundo. El sol, la inmensurable madre de la vida, dedicó su tiempo a derretir lo inerte y luego, dejó que la energía se esbozara en formas múltiples. El calor se tornó leve para ser luz, cuyo efecto transforma la muerte, transportando la energía en un ciclo imperecedero.
La inevitable sucesión de estrategias para ser, me tiene, como a todo, aquí, aparentemente siendo, aquejado tal vez de la ignorancia ante el hecho de que es ahora cuando estoy vivo y no mañana. Aquejado, realmente, porque no ignoro tal verdad, pero la eludo. La fuerza de saberse vivo parece demasiado intensa, no sería la primera vez que rompo a llorar tan sólo al distinguir el canto alegre de las aves, o simplemente al ver la danza de las hojas de los robles, cuando el viento fresco arrecia y juega con la filtración suave del crepúsculo.
Me pregunto a veces, sobre esta piedra en la que duermo, qué podría pasar si permitiera que el canto del río inundara mi vientre, qué ocurriría si dejara que la hiedra invadiera mi boca, qué sucedería cuando la fuerza indestructible de todo lo que existe tocara mi corazón ¿No estallaría acaso? ¿No expelería con furia toda mi sangre? ¿No mancharía el mundo con el rojo silencio de mi alma? Pasaría a ser entonces la misma piedra en la que me tumbo, las mismas nubes que me dan sombra, las hormigas que trepan la selva de mis piernas, e incluso el tiempo que juega arrugando mi frente.
He visto a la ilusión venir airosa, arrastrando su falda de plumas amarillas, la he visto ante mis ojos, manteniendo una distancia indiscreta, sexual, contagiosa. Me escupe su fragancia artificiosa y marcha tras un guiño displicente. Roza las ramas de la noche con su cuerpo de pájaro y su figura se diluye levemente entre el frágil tintineo de los párpados del bosque. No sabe lo absurdo que es su paso, qué innecesaria se me antoja su venida. Su ausencia reiterada me arrastró ineludiblemente a enamorarme de la soledad, cuyo fuego derritió mis creencias y esparció mi espíritu, sembrando la carne de mi cuerpo bajo la sombra del robledal.
Tan ilusa deja la propia ilusión pedazos de su piel sobre la mía, que me alimento si me place de su magia aunque esté ausente.

Las altas hierbas salpicadas de flores blancas, esconden sutilmente un amplio hueco donde descansa por instantes el agua fría y clara de la montaña. En la superficie revolotean frenéticas algunas libélulas de intenso y brillante azul. Yo, callado y expectante, pienso. Pienso siempre  tanto que… me quedo dormido de nuevo sobre la roca, y olvido la incomodidad de las innumerables moscas que se posan en mi cara. En mi sueño escucho una especie de melodía lejana, provocada por las teclas de un piano. Tal sonido carece de emoción alguna, no persigue la exaltación del alma. No me empuja a sentir tristeza ni me invita a sentir alegría. Sucede sin dejar de ocurrir, en una estabilidad continua que no se ve alterada por nada, pasando sin marcharse, yéndose y quedándose al mismo tiempo. Y poco a poco, comienzo a emerger de mi letargo, y a su vez, las notas de aquella onírica melodía se transforman lentamente en el sonido del riachuelo golpeando su propio caudal.
Procuro levantarme con el fin de refrescar mi rostro para evitar la somnolencia, pero al instante descubro que he cambiado de forma, que soy, de repente, una piedra. He sido privado, de súbito, de la posibilidad de desplazarme. Dicha situación, lejos de lo que se pudiera llegar a pensar, no genera en mí ningún tipo de angustia, así como tampoco emoción alguna, ya que, obviamente, mi nueva naturaleza lítica no incluye, entre otras muchas, la capacidad de sentir.
Liberado de cualquier tipo de juicio sobre la realidad que me circunda, comienzo a comprender que todo lo que importa es estar, y que incluso tal cuestión a largo plazo también carece de valor. De hecho, siendo piedra, descubro que el único afán con cierto sentido, es el de convertirse definitivamente en arena. Pero ni siquiera aquello produce inquietud, no existe la prisa para una piedra.
Los años pasan, se alternan las estaciones, a veces crecen las aguas del pequeño río en el que un día quise lavarme la cara, y me empapa, me sumerge en su corriente, e incluso, de vez en cuando, me arrastra.
Cierta mañana, habiendo pasado tal vez ya un par de siglos desde que se produjo la metamorfosis, tomo consciencia de que en alguna ranura de mi forma, se ha acumulado una pequeña porción de agua. Debe hacer mucho frío, percibo que el agua que porto está empezando a congelarse. Asumo entonces que la presión del hielo me quebrará. Mientras espero que se produzca el inevitable acontecimiento, me entretengo recordando una anécdota de cuando, todavía, era un ser humano. Me bañaba desnudo en otro río, junto a ella, la corriente aquel día era un tanto agresiva, pero yo permanecía con cierta facilidad, aún firme e impasible. Me miró entonces, ella, con su sólida seriedad y sentenció: “Tú… eres una piedra”.
Tras recordar aquel suceso, comienzo a llorar inconsolablemente, y es cuando el hielo, por fin, parte mi forma en dos. Nace, repentinamente, del interior de la piedra que me constituía, un pequeño pájaro de vivos colores. Y echo a volar.
Recuerdo luego también que ella me dijo, aquel día sobre el río, que aunque fuera piedra, podía , si quería, transformarme en pájaro.

Y ahora que puedo volar, me permito el privilegio de observar el bosque desde una perspectiva extraordinaria. Contemplo los cerros cubiertos del verde oscuro que prima en la flora, mecida suavemente por la brisa que acaricia la tarde. Veo el río partiendo el valle, surcando las entrañas de la serranía. Admiro la expresión de la roca, mostrando su pulido cuerpo, atravesando la arena compacta que pretende ocultarla.
Después de haber sido humano, de divagar con la idea de convertirme en roca, de rechazar el falso brillo de la ilusión y transformarme en piedra para ser piedra durante más de doscientos años… Soy, por fin, un vívido pájaro, un cuerpo alado que rasga el telón azul con su prístino movimiento.
Me acerco temeroso a la urbe. Desde tan alta vista encuentro absurdo el mundo de los humanos, ridículo incluso el dolor que se infringen a sí mismos. Nerviosos se mueven, se apresuran para no llegar tarde a la muerte, socavando el tiempo como fatigosas hormigas. No les parece suficientemente complejo el sistema bajo el que operan y añaden a sus espaldas innumerables dilemas morales. Juegan a creer que cada mínimo suceso conlleva una profunda responsabilidad, y unos a otros se arrojan culpas, deudas y hasta golpes. Poca les parece también la carga de su nombre, el estigma de su sexo, la pesadez de su origen, y en vez de intentar liberarse de toda ficción, se entretienen añadiendo ingredientes al insípido largometraje de su fantasía.
Me atrevo a pensar que muchos desearían que hasta los pájaros tomáramos posición política, que entráramos en el dilema de “a favor o en contra” y así, una vez definida nuestra postura, podrían disfrutar colgando etiquetas de nuestro plumaje para señalar después cuál es nuestro grado de coherencia, de tal manera que pudieran determinar si actuamos o no con responsabilidad.
En tal caso podrían condenarnos. Nos meterían en jaulas, nos arrojarían piedras, nos matarían a palos y a la vez, a los más afortunados, nos halagarían, nos señalarían arrobados e incluso, nos darían migas de pan, curiosamente, tal como ocurre de ordinario, puesto que el humano es a veces un fétido pozo de hipocresía y no necesita reflexivas excusas. Ya sea político o estético, su absurdo y desequilibrado criterio determina casi siempre sus actos. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario