jueves, 17 de septiembre de 2015

Hipocresía

No quiero indignarme porque es un acto que ya no importa. No quiero llorar porque no me consuela ni sirve para nada. No quiero tampoco escribir ningún texto, ninguna palabra, porque no quiero medallas ni aplausos ni agravios, pero, por desgracia, es de lo poco que así, espontáneamente, me pide el cuerpo, me sale hacer, necesito.
No tengo mucho en mis manos, por no decir nada, pero no hago lo que puedo, hago quizás lo que me viene bien, lo que no me roba comodidad alguna, que es exactamente lo que hace la mayoría. Pero no, no voy a justificarme, eso lo dejo quizás para otro texto porque sí, porque existe cierta justificación aunque, eso sí, con argumentos de poco peso, reales, sinceros, pero de poco peso.
En parte quiero hablar de la historia, o de la guerra, que es la historia de los seres humanos, o al menos, la historia que se ve fácilmente, a simple vista. Luego hay otras historias, esas que para encontrarlas hay que cavar bien a fondo, pero la de la guerra… esa está ahí, presente, siempre presente. Lanzas, espadas, cuchillos, pistolas, tanques, aviones, cañones, ametralladoras, bombas, brazos, piernas, cabezas, niños, ultrajes, fuego, miseria, vergüenza, impotencia, dolor, sufrimiento, agonía, tristeza, desesperación, hambre y sed y un silencio que grita, un silencio que ahoga.
Se repite la misma imagen siempre en aquel escenario, una mujer corre ensangrentada con la tripa hinchada y el brazo entumecido a causa del peso de aquel hijo que lleva encima, sobre su cabeza resbalan dólares teñidos de sangre y tropieza constantemente con las grietas de una mano ciclópea que espera el tacto de las monedas. El tintineo viaja imperturbable por los cuadros de una corbata de cuero humano y llega hasta la sonrisa de un psicópata que envía aún más armas y soldados tras la mujer extasiada y perdida. Ríos de petróleo nacen de las plantas de los pies de la fugitiva, deja un rastro inevitable y mientras tanto, automóviles llenos de combustible acortan la distancia que recorren y alargan el camino de la joven desnutrida. Sus pechos son estériles pellejos, la boca de su hijo es el embudo que absorbe la luz eléctrica y el agua de los hogares europeos. La carne de sus piernas se ha perdido en el consumo diario de millones de animales y sólo puede verse la piel seca pegada al hueso, sus músculos yacen en los frigoríficos occidentales. Pero ella corre, quiere escapar, llegar a una tierra sin guerra, sin hambre, quiere amanecer en otro planeta y hacer de su historia la historia de otra mujer, una a la que no vea, de la que pueda apenarse mientras deja todas las luces de su casa encendidas, se ducha dos o tres veces al día con el agua ardiendo, mueve su automóvil para no caminar hasta el bar de la esquina y cena hamburguesas de lunes a domingo. Quiere ser quien escribe aquel texto de indignación sobre la miseria y el sufrimiento de los seres humanos mientras se toma un gin-tonic, quiere ser quien escribe y denuncia mientras escucha un disco de los Beatles, no quiere seguir siendo la carne de cañón, el petróleo, el gas, el oro, la mano de obra barata, la exiliada, la inmigrante, la pobre…

Es necesario escribir, denunciar, debatir, hablar. Es necesario abrazar, tender la mano, ayudar. Es necesario exigir la verdad, la justicia, la paz, la libertad. Es indispensable moverse, pensar, actuar, decidir. Pero por favor, y tengamos esto muy en cuenta, lo más importante, lo absolutamente esencial e indispensable, lo único que hace que todo lo demás merezca la pena, tenga cierta lógica y adquiera algún tipo de significado es que nos planteemos seriamente disminuir o, a ser posible, eliminar nuestra hipocresía, nuestro afán por mentirnos a nosotros mismos y aquella costumbre de olvidarnos de nuestra responsabilidad humana y/o política. Hagamos un esfuerzo por discernir nuestra contribución al sufrimiento y por sincerarnos con nosotros mismos, de lo contrario, todo lo que escupimos en nuestros grandes discursos, en nuestros largos debates de cafetería o en las aburridas controversias de las redes, no sirve para casi nada, quizá para sentirnos un poquito mejor dentro de nuestra pequeña burbuja inconsciente e hipócrita, pero para nada más.

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