Hay vacíos más profundos que el
hambre, que se ahondan tras las despedidas y que vienen acompañados de una
certeza absoluta en el hecho de que nunca se van a llenar. Y no se van a llenar
porque son vacíos únicos, provenientes de la pérdida de una persona original,
separada radicalmente de lo clónico, una persona que añade al clima un toque
distintivo porque lleva, en una especie de aura invisible, su propio ambiente
inalterable.
Personas tales tienen más poder
que el tiempo, van un paso por delante de su propio destino y juegan a
cambiarlo cuando placen. Personas tales son en la vida lo que el pulso en la
progresión de una melodía infinita, lo que el brillo en la hojarasca a la
primera luz del día.
Solemos envidiar su afán, su
valentía, su ingenuidad, su decisión, pero lo que más envidiamos es la
singularidad, la rareza, la excepción que acompaña a su naturaleza.
Hay lugares que uno deja de
frecuentar, canciones que uno aparta de sus días, olores que uno puede evitar e
incluso palabras que uno llega a desdeñar por el abisal vacío que acompaña a la
ausencia de dichas personas.
Pero hay algo mucho más
importante que aquellos vacíos que engendran, algo más puro, algo más necesario
y alentador. Todas esas personas son libres, las cadenas de sus mentes están oxidadas
y no pueden aguantar la fuerza con que el ansia por vivir empuja, así que se
desquebrajan y todos, seamos de la condición que seamos, aprendemos una valiosa
lección: La libertad es el bien más preciado.
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