¡Ojalá existiera el karma! Me
digo de vez en cuando, imploro de rato en rato, sueño… con más o menos
frecuencia ¡Pero no! realmente prefiero que nos ocupemos nosotros mismos de
nuestros dilemas. Al fin y al cabo se agradece que el bien y el mal sean asuntos
complicados y ambiguos. El ser humano habría intentado ya de hace tiempo
exterminar cualquier justicia divina porque en el fondo queremos ser nosotros
mismos quienes dictemos nuestras propias normas, por eso las religiones desde
el segundo en que nacen están condenadas a desaparecer en algún punto de su
existencia. Porque las leyes cambian, la perspectiva de la realidad se
transforma y lo que un día fue para todos una norma absoluta e inquebrantable
pasa a ser tras los siglos un yugo sin fundamento.
Finalmente, todas las realidades
vitales están relacionadas y coexisten de tal modo que se enredan y se
encuentran, dando una serie de resultados muy complicados de prever. No me
cuesta entender, sin necesidad de analizar ni estudiar, que la coherencia
interna y la “integridad” personal proporcionan un beneficioso equilibrio que suele
traducirse en una sana interrelación con el ambiente y los seres humanos que
nos rodean. No hablo del bien como aquel compendio de dogmas universales y
relativamente compartidos (ya que ese bien es esencialmente efímero y más o
menos imaginario), intento hablar del bien como aquella realidad personal que
uno mismo establece para sí, como aquella necesidad vital que solemos llamar
“principios”.
Podría tratar de fundamentar teóricamente
la necesidad humana por llevar una vida congruente con las convicciones
individuales, podría intentar analizar dicha cuestión de una manera
intelectual, no creo que fuera una tarea imposible aunque probablemente se
convertiría en un trabajo complicado por lo aburrido. No es mi intención
continuar por esa vía, no puedo descartar que caiga por momentos en ella, pero
me esforzaré por ofrecer un fundamento más o menos alejado de la racionalidad
o, por lo menos, alejarme tanto como las limitaciones de la lengua me permitan.
La naturaleza se basa en el orden
perfecto, un orden dentro de un caos que sólo existe en apariencia, ese caos es
el resultado de una visión antropocéntrica de la realidad (Aunque la perfección
también es cosa nuestra, pero de alguna forma tenemos que entendernos). No
sabemos de donde vienen las sensaciones, las emociones primigenias, las
corazonadas, somos algo así como esclavos del misterio, pero… tampoco quiero
irme por los derroteros de la fe, porque tendría que hacer hipótesis e
inventarme algún que otro sistema filosófico o religioso. La cuestión es que la
congruencia, la relación lógica o el orden interno, provienen de una sensación
que termina creando una necesidad, la necesidad de vivir en base a nuestra idea
de lo que es el bien. Quien rechaza sus propios esquemas, sus sistemas
subconscientes de creencias, es decir, su verdadera personalidad, vive,
irremediablemente, dentro del desorden absoluto y eso ofrece unos resultados
determinados en la práctica de su vida, en su día a día. Obviamente, esas
consecuencias no pueden ser positivas. Esto es, paradójicamente, lo que algunos
interpretan como “karma”, no se trata de justicia divina, no se trata de un
castigo ni de una recompensa después de la violación o de la obediencia
ejercida ante unas leyes absolutas que indican cual es el bien y cual es el
mal, se interpreta más bien como una realidad inevitable que vive en la
naturaleza de nuestra conciencia y deriva en unas consecuencias o en otras
dependiendo de la congruencia con la que actuemos respecto a nuestra
personalidad o a nuestros principios internos.
A pesar de todo, prefiero evitar
las etiquetas ante los efectos del comportamiento humano, porque nos gusta
fantasear demasiado y aquellos que alimentan su ego a base de imposiciones, no
tardan en obligarnos a guardar pleitesía frente a una idea, una hipótesis o un
dios.
Creo que seguir escribiendo
acerca de la necesidad de la coherencia, acerca de porqué nos beneficia tener
el propósito de hacer nuestro bien, no me concierne realmente, porque todos más
o menos entendemos el porqué, lo entendemos en esencia desde las sensaciones y
los sentimientos, no desde la racionalidad. Eso quizás nos lleve a imaginar
motivos trascendentales, pero puede que sea más práctico describir algún día
algunos de aquellos beneficios que se perciben en nuestra cotidianeidad para,
aunque no haya un fundamento claro, creamos aún más fervientemente en nuestros
propios principios y hagamos caso a nuestra conciencia antes que a las leyes
divinas que algunos se inventan y tratan de aplicar.
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