Pasaba tanto
tiempo con él que muchas veces me olvidaba de mí mismo y muchas veces creía que
yo era él o que él era yo, e incluso que los dos éramos sólo uno, sobre todo
cuando llegaba ella; a los dos nos encantaba ella. Le dábamos besos y
conversábamos durante horas, luego tocábamos sus piernas y cuando parecía que
íbamos a unirnos en una sola carne, me expulsaban dejándome en un rincón oscuro
desde el que ni siquiera podía pensar, me faltaban los estímulos, me faltaba
casi el oxígeno y sentía la muerte demasiado próxima. Menos mal que cuando
terminaban me dejaban regresar, además, no solían tardar, pues él se sentía
satisfecho enseguida, lo cual no le agradaba excesivamente.
Ella también era
muy inteligente, probablemente más que yo, esa era una de las muchas razones
por las que pasábamos tanto tiempo a su lado, no obstante, pasábamos más tiempo
nosotros dos solos, él y yo, que los tres juntos, pues como ya he dejado
entrever anteriormente, no había nadie que pasase más tiempo con él que yo.
Estábamos
enamorados de ella, cada uno a su manera claro está, pero enamorados, y no
existían celos entre nosotros. Eso era hermoso, pero extraño a la vez, nunca he
conseguido explicarme la posibilidad de ese hecho.
Era una mujer
preciosa que llevaba en sus ojos la primera manta del otoño, en la que nuestros
pies desnudos intentaban respetar la posición que la gravedad había ofrecido a
cada hoja derrotada, mas el viento de su pelo, barría la atención de nuestros
pasos hacia oblicuos bulevares de nocturnidad profunda, donde el aire era
ambrosía y eran paz nuestros segundos.
Era todo casi
perfecto, hasta que ella nos abandonó, entonces surgieron los problemas;
alcohol, pastillas antidepresivas, obsesiones absurdas… No sé a quién afectaron
más los acontecimientos, pero parecía que nos contagiábamos la angustia dentro
de un círculo vicioso que no daba señales de extinción alguna. Para colmo, y
supongo que como consecuencia de lo ocurrido, comenzamos a llevarnos mal. Me repugnaba
su rostro cada mañana, también sus actos y sus palabras, siempre inmersos en la
nostalgia. Su originalidad había muerto y sólo escribía acerca de desdichas
personales, y eso cuando escribía, porque
ahora sus bolígrafos pasaban meses secándose sobre la mesa, esperando una
mano que, finalmente, los arrojaría a la calle por una ventana estéril.
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