lunes, 11 de marzo de 2013

La idea (cuento) (2ª parte (de6))

Parte 2: Ella

Pasaba tanto tiempo con él que muchas veces me olvidaba de mí mismo y muchas veces creía que yo era él o que él era yo, e incluso que los dos éramos sólo uno, sobre todo cuando llegaba ella; a los dos nos encantaba ella. Le dábamos besos y conversábamos durante horas, luego tocábamos sus piernas y cuando parecía que íbamos a unirnos en una sola carne, me expulsaban dejándome en un rincón oscuro desde el que ni siquiera podía pensar, me faltaban los estímulos, me faltaba casi el oxígeno y sentía la muerte demasiado próxima. Menos mal que cuando terminaban me dejaban regresar, además, no solían tardar, pues él se sentía satisfecho enseguida, lo cual no le agradaba excesivamente.
Ella también era muy inteligente, probablemente más que yo, esa era una de las muchas razones por las que pasábamos tanto tiempo a su lado, no obstante, pasábamos más tiempo nosotros dos solos, él y yo, que los tres juntos, pues como ya he dejado entrever anteriormente, no había nadie que pasase más tiempo con él que yo.
Estábamos enamorados de ella, cada uno a su manera claro está, pero enamorados, y no existían celos entre nosotros. Eso era hermoso, pero extraño a la vez, nunca he conseguido explicarme la posibilidad de ese hecho.
Era una mujer preciosa que llevaba en sus ojos la primera manta del otoño, en la que nuestros pies desnudos intentaban respetar la posición que la gravedad había ofrecido a cada hoja derrotada, mas el viento de su pelo, barría la atención de nuestros pasos hacia oblicuos bulevares de nocturnidad profunda, donde el aire era ambrosía y eran paz nuestros segundos.
Era todo casi perfecto, hasta que ella nos abandonó, entonces surgieron los problemas; alcohol, pastillas antidepresivas, obsesiones absurdas… No sé a quién afectaron más los acontecimientos, pero parecía que nos contagiábamos la angustia dentro de un círculo vicioso que no daba señales de extinción alguna. Para colmo, y supongo que como consecuencia de lo ocurrido, comenzamos a llevarnos mal. Me repugnaba su rostro cada mañana, también sus actos y sus palabras, siempre inmersos en la nostalgia. Su originalidad había muerto y sólo escribía acerca de desdichas personales, y eso cuando escribía, porque  ahora sus bolígrafos pasaban meses secándose sobre la mesa, esperando una mano que, finalmente, los arrojaría a la calle por una ventana estéril.

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