Solía decir: “Hoy,
la armadura ha perdido su brillo y nadie sabe qué es la lanza ni la espada ni
el escudo, pero en las noches insomnes de un guerrero inconsciente, relumbra el
bolígrafo sobre un pupitre como antaño lo pudo hacer el filo de una espada. Y un
diccionario, gordo y desgastado, es la armadura con que las guerras se hacen
más livianas”
No sé con
certeza si sería su intención cambiar el mundo o si ordenar su mente fue la
pretensión causal del hundimiento en el piélago de la lengua. Tampoco puedo saber
quién era, aunque no hubo nadie más cercano a él que yo. Nuestra confianza se
podía comparar a una iglesia románica; fría; lúgubre; algo distante, pero
acogedora en el fondo y no vana de intrigas. Era imposible conocerle; tan
peculiar… Me encantaba ocupar las tardes tomando café con un poeta de su talla
y, he de decir que, las noches de vino y tabaco, acrecentaban mi admiración por
tan vasto anacoreta, pero, como tal, él decía que no le agradaba la embriaguez,
que le convertía en algo así como un joven rapero; que habla mucho, pero no
dice nada.
Cuando estábamos
demasiado borrachos se enfadaba conmigo, alguna vez me llegó a hacer sangre en
los puños; entonces yo me iba a dormir y le dejaba tranquilo, divagando en su
somnolencia exacerbada. Su desazón matutina del día siguiente a la ebriedad era
vergonzosa y todos mis elogios sucumbían atrapados en una única obviedad
pasajera y efímera hacia su persona: era un papanatas, un pazguato sin remiendo
que gastaba su vida en la confección de jerigonzas inútiles para encandilar en
sí a la petulancia.
Puede que mis
planteamientos parezcan un tanto incongruentes, es así, innegablemente, ya que
nuestra relación fue siempre una contradicción inexplicable. Tan pronto mi
juicio sobre él era el más puro que puede recaer sobre persona alguna, como era
al instante el más sucio y febril.
Pero era más
inteligente que yo, eso es indudable. Me costaba reconocerlo, como a todo el
mundo, pues no es fácil asumir la inferioridad intelectual frente al otro, de
hecho, esto nunca se lo dije; aunque se lo imaginaría, ya que siempre le negaba
las partidas de ajedrez. Nunca jugué al ajedrez con él por miedo a perder y que
se hiciese evidente mi desventaja. Le veía jugar contra otros y le veía perder;
siempre perdía, pero aún así me sentía inseguro, prefería evadirme y dejar en
el desconocimiento mis incapacidades.
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