Parte 3: Dictado
Comenzamos a
recuperarnos poco a poco de aquella pérdida, él mucho antes que yo, y aunque
nunca pudimos olvidarnos de ella por completo, sí fuimos capaces de asumir su
abandono, de empezar una nueva vida y buscar alicientes para llevarla a cabo.
A los pocos
meses, comenzamos a obsesionarnos con la política, pues él, a quien nunca había
visto leer un solo periódico en su vida, comenzó a hacerlo con ahínco. Le veía
sufrir, le veía casi llorar y su rostro siempre reflejaba el mismo gesto; el
ceño fruncido, los ojos aguantando una lágrima que jamás caía, pero que ofrecía
ese brillo melancólico e iracundo de
quienes reconocen y perciben el dolor de la injusticia. Me decía frecuentemente
que todo era una gran mentira perfectamente elaborada, que sólo podía entenderse
el todo como algo cierto si asumíamos como verdadero el contexto engañoso que,
paradójicamente, formaba parte también de esa gran mentira planificada. También
solía decirme que las cosas habían de cambiar y que él participaría de ese
cambio. Así que, un buen día, sin más, arrojó una pila de periódicos al suelo
y, como perturbado, comenzó a recortar noticias y a pegarlas en la pared de
nuestra casa. Cuando terminó la tarea, decidió sentarse frente al mural de
noticias que había formado en la pared y allí pasó tres días seguidos; bebía,
comía y dormía frente al mural, pero sus necesidades las hacía en el baño,
aunque sé que estuvo varios minutos pensando en adquirir un barreño y un orinal
para depositar ahí lo innombrable. Yo me negué, y poco después él reconoció que
hacer tal cosa sería demasiado insalubre y que incluso podría llegar a ser
contraproducente para alcanzar los fines que se había propuesto en ese extraño
ritual contemplativo que nunca comprendí.
Pasaron los tres
días y se encerró en la habitación más pequeña de nuestro hogar. Después de no
demasiadas horas, me hizo entrar, sentarme frente al escritorio y tomar un bolígrafo
en mis manos. Me explicó que iba a dictarme algo muy importante y que por esa
razón necesitaba que lo escribiese yo, ya que el hecho de escribirlo él,
restaría concentración e inspiración a las palabras que había de usar. Me
suplicó que, al escribir, no prestase más atención a sus palabras que la
requerida para plasmar en el texto los garabatos correspondientes a los sonidos
de las letras y las palabras que saliesen de su lengua, es decir, que no
intentase entender ni razonar lo que decía, sino que escribiese de manera
automática lo que se disponía a decirme.
No hay comentarios:
Publicar un comentario