jueves, 24 de septiembre de 2015

Las reglas del juego

Los niños más pequeños, esos que hablan sin saber muy bien lo que dicen y caminan deficientemente, se parecen considerablemente a los adultos. No en la manera de hablar ni en la forma en que caminan, se parecen en la manera de actuar. Y tanto, que para un extraterrestre probablemente no habría diferencia alguna.
A menudo nos gusta pensar que una de las grandes diferencias entre los niños y los adultos es que los primeros se pasan el día jugando y que los adultos, sin embargo,  jugamos más bien poco. Pero mi opinión es que la vida de cada uno de nosotros no deja jamás de ser un juego, la percepción de nuestra vida como si de uno se tratara, depende básicamente de las reglas, es decir, de aquella persona que las elige, de cómo son y del porqué son del modo en que son.
Una diferencia clave entre el juego de los adultos y el de los niños es que en el de los mayores se pone en riesgo absolutamente todo, la existencia misma entra en el juego, sin embargo, en el de los niños, parece ser que no hay nada que perder, pero el sentimiento, la sensación, la vivencia de aquel juego por parte del niño es exactamente igual que la del adulto, porque los niños no saben que no tienen nada que perder, por eso juegan como si les fuera la vida en ello, y activan a más no poder su instinto de supervivencia. Como nosotros.
Pues bien, la vida está llena de juegos, en su mayoría macabros, juegos que no nacen de la espontaneidad, juegos que vienen de los intereses egoístas de algunos seres humanos con demasiados ases en la manga.
Como buenos idiotas, terminamos entrando al trapo y, finalmente, los diseñadores hacen con nosotros lo que les place y terminamos la partida preguntándonos en qué momento se nos ocurrió jugar. Nunca tuvimos la posibilidad de cambiar las reglas, tampoco se nos informó correctamente sobre ellas y ni siquiera nos dijeron que se trataba de un juego, menos aún que lo arriesgábamos todo.
A los niños se les invita a jugar. A los adultos, si no juegan, se les obliga a vivir en una especie de limbo en el que subsisten a base de formar baraja con aquellas cartas desechadas por quienes aceptan las reglas.
La vida es un juego, de todos depende quemar el tablero si no estamos jugando a lo que queremos, si ni siquiera sentimos que estamos jugando.

¡Tomad vuestros lapiceros, vuestros papeles e imaginad! Construyamos un juego para todos, divertido como aquellos de los niños, espontáneo y digno. Que no vengan impuestas las reglas, que sean flexibles, cambiantes, abiertas, sensibles. Vamos a imaginar un juego que nunca nos haga olvidar que estamos jugando, que estamos detrás simplemente de la alegría, que todo lo arriesgado no es más que una vida de cartulina, una casa de papel pinocho, un amor dibujado en un globo de helio.

Tenemos la posibilidad de inventar nuestra vida, nuestro juego. Tenemos la facultad de crear nuestras propias normas, de elegir nuestro destino, de seguir nuestros sueños ¿Por qué estamos fomentando el triunfo de aquellas personas que se engrandecen con nuestra desesperanza? ¿Por qué nos reprochamos entre nosotros, aquellos que no nos guardamos ases en la manga, los que empezamos de cero, el hecho de rechazar el juego y sus reglas? ¿Alguien puede explicarme por qué a tantos seres humanos les parece lógico, atractivo y necesario el orden, el código, el régimen establecido e impuesto por la autoridad de la santa ludopatía?

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