Parece que sólo
así se contentaría del resultado de lo que, en principio, entendí yo como una
nueva creación poética de desmesurada importancia. De tal modo que escribí lo
que no sé que escribí y, velozmente, agarró el papel arrugado en el que había
escrito sus palabras y lo escondió en un cajón bajo llave.
Después de ese
acontecimiento, los días transcurrieron felizmente y dejamos las conversaciones
de política y los periódicos a un lado. En su rostro encontraba una sonrisa imperturbable
que, en cierto modo, me parecía un poco absurda y bobalicona. Él sabía esto; me
conocía bien, e igualmente me ocurría a mí lo mismo, pero no nos decíamos nada,
simplemente nos ignorábamos, pues solía haber finalmente cierta explicación a
esos gestos ridículos más allá de la incausalidad o la inconsecuencia.
En éste tiempo,
se centró mucho en la poesía, no paraba de escribir. Se levantaba cada día a
las siete de la mañana, se iba a trabajar y regresaba a eso de las tres de la
tarde; comía un poco, algo rápido, y se encerraba al menos cuatro horas para
salir con una sonrisa radiante llena de satisfacción personal.
Cada día que
pasaba, se incrementaba mi incomodidad interna debida a la curiosidad por
aquellas palabras que me dictó y que no pude asimilar ni razonar, así que un
día decidí interrogarle y su respuesta no fue más que: “¡Ah! ¡Eso! era una
idea”. Una idea, simplemente una idea, una de aquellas bombillas a las que
tantas personas recurren inesperadamente, sólo eso. No, me dijo que no, que no
sólo era eso, que una idea era mucho más que eso, que su idea era de verdad y
que era fuerte, que ya lo entendería cuando llegase el momento.
En la calle,
hacía unos días que la gente había empezado a conformar manifestaciones y protestas
de muy diferente índole y mientras, nosotros hacíamos poesía en nuestro humilde
rincón.
Las protestas no
tardaron en convertirse en un movimiento hartamente espeluznante, las calles y
las plazas más concurridas comenzaron a llenarse de personas airadas que pedían
no sé qué reformas en no sé qué principios y leyes, aunque, misteriosamente, en
cada plaza se pedían diferentes reformas y muchas eran contradictorias con
otras. Todo comenzó a olernos un poco mal, encontrábamos los acontecimientos un
tanto similares a ciertos episodios desastrosos de la historia en que triunfó
el yugo de la intransigencia.
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