miércoles, 13 de marzo de 2013

La idea (Cuento) (4ª parte (de 6))

Parte 4: Una idea


Parece que sólo así se contentaría del resultado de lo que, en principio, entendí yo como una nueva creación poética de desmesurada importancia. De tal modo que escribí lo que no sé que escribí y, velozmente, agarró el papel arrugado en el que había escrito sus palabras y lo escondió en un cajón bajo llave.
Después de ese acontecimiento, los días transcurrieron felizmente y dejamos las conversaciones de política y los periódicos a un lado. En su rostro encontraba una sonrisa imperturbable que, en cierto modo, me parecía un poco absurda y bobalicona. Él sabía esto; me conocía bien, e igualmente me ocurría a mí lo mismo, pero no nos decíamos nada, simplemente nos ignorábamos, pues solía haber finalmente cierta explicación a esos gestos ridículos más allá de la incausalidad o la inconsecuencia.
En éste tiempo, se centró mucho en la poesía, no paraba de escribir. Se levantaba cada día a las siete de la mañana, se iba a trabajar y regresaba a eso de las tres de la tarde; comía un poco, algo rápido, y se encerraba al menos cuatro horas para salir con una sonrisa radiante llena de satisfacción personal.
Cada día que pasaba, se incrementaba mi incomodidad interna debida a la curiosidad por aquellas palabras que me dictó y que no pude asimilar ni razonar, así que un día decidí interrogarle y su respuesta no fue más que: “¡Ah! ¡Eso! era una idea”. Una idea, simplemente una idea, una de aquellas bombillas a las que tantas personas recurren inesperadamente, sólo eso. No, me dijo que no, que no sólo era eso, que una idea era mucho más que eso, que su idea era de verdad y que era fuerte, que ya lo entendería cuando llegase el momento.
En la calle, hacía unos días que la gente había empezado a conformar manifestaciones y protestas de muy diferente índole y mientras, nosotros hacíamos poesía en nuestro humilde rincón.
Las protestas no tardaron en convertirse en un movimiento hartamente espeluznante, las calles y las plazas más concurridas comenzaron a llenarse de personas airadas que pedían no sé qué reformas en no sé qué principios y leyes, aunque, misteriosamente, en cada plaza se pedían diferentes reformas y muchas eran contradictorias con otras. Todo comenzó a olernos un poco mal, encontrábamos los acontecimientos un tanto similares a ciertos episodios desastrosos de la historia en que triunfó el yugo de la intransigencia.

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