El último resquicio de conexión de la urbe con la vibratoria voz del
alma, se hallaba sin duda en el oficio obsoleto del afilador. En aquella
bicicleta oxidada y aún más, en el místico silbato despidiendo
armónicos al aire, arrojando extraños sonidos contra los muros de
ladrillo y cemento de los barrios humildes.
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