He contado muchas veces la
historia de cuando resbalé por la roca de una montaña y observé la guadaña de
la muerte dibujada en el pico de las aves carroñeras, pero nunca me he parado a
escribirla y es este quizás el mejor momento, pues debería hacerlo antes de que
la memoria comience a crear imágenes poco ajustadas a los verdaderos
acontecimientos.
Me encontraba con un buen amigo
subiendo las rocas de la pedriza, las frías y cortantes rocas de la sierra de
Guadarrama. Llegamos al punto más alto de uno de aquellos riscos, ningún risco
de los más importantes de la pedriza tiene menos de mil metros de altura, así
que podéis imaginar el hermoso paisaje que se observa desde arriba. Cerca teníamos
a unos buitres escondidos en un entrante de las rocas, pero no lo sabíamos, y
cuando nos acercamos lo suficiente a aquel entrante, vimos sus anchas alas
abrirse, sus cuerpos se deslizaban en el aire, nosotros nos quedamos anonadados,
casi podríamos haber tocado a las rapaces si hubiéramos alargado el brazo.
Mi buen amigo cruzo a un lado del
risco que luego resultó ser de difícil acceso, al menos para mí. Por desgracia,
yo seguía impresionado por el susto que nos habían dado los buitres y no presté
atención a la manera en que mi compañero había conseguido cruzar. Así que, sin
pensarlo demasiado, me dispuse a pasar al otro lado creyendo que era pan
comido, pero de pronto me vi aguantando casi todo mi peso con la fuerza de mis
dedos. Tardé demasiado en darme cuenta
de que me encontraba en una situación muy crítica, las fuerzas me comenzaban a
fallar y llegó ese delicado momento en el que si le ofrecía una de mis manos a
mi compañero, el peso de mi cuerpo me arrastraría hacia el abismo porque con
una sola mano no era capaz de sostenerme. Para colmo, los buitres merodeaban
alrededor nuestra, el pánico se apoderó de mí, la ansiedad me dominó y comencé
a soltar saliva en forma de espuma por mi boca. Ya no podía escuchar los gritos
de mi compañero “¡Agárrate a mí! ¡Tranquilo!” Ya no le oía y menos mal que no le
agarré a él porque habríamos caído los dos juntos. En mi cabeza sólo había un
zumbido ensordecedor, todo comenzó a perder color, la luz del día se apagaba. Debí
sentir lo mismo que las gacelas cuando el carnívoro las persigue y saben que
pueden morir, que es muy fácil que caigan en sus garras.
Mi fuerza se esfumó, mis dedos se
soltaron, mis uñas se partieron, se descarnaron las yemas de mis dedos y comencé
a resbalar por la pared inclinada de aquel inmenso risco. Aún no estaba muerto,
aún podría aparecer de repente un saliente que frenara mi estrepitoso desliz,
pero no fue así, la pared inclinada terminó y mi cuerpo quedó en el aire
descendiendo con toda la fuerza que la gravedad ejercía sobre mi forma humana.
Sí, en ese instante ya perdí la esperanza y asumí que lo siguiente que vendría
sería la muerte, aunque quizás primero aconteciera un inmenso dolor, pero
terminaría rápido cuando mi consciencia se apagara definitivamente. Lo único
que me dio tiempo a pensar mientras caía era “Aquí se acaba todo, hasta aquí he
llegado”, después sentí un golpe tremendo en todo mi cuerpo, como si me
aplastara una inmensa piedra y grité, grité perturbado, totalmente enajenado. Ricardo,
mi amigo, sintió algo de alivio cuando escuchó mis gritos, él se esperaba lo
peor, pues desde donde el quedó no podía ver mi cuerpo. Yo desesperé y lloré
pensando que quizás me habría quedado paralítico, no era posible sufrir un
accidente de tal magnitud sin reproducir secuelas de ese tipo, pero comprobé
que podía mover las piernas. El dolor era terrible, tenía heridas por todo el
cuerpo. Mi amigo consiguió tranquilizarme un poco, pero tuvo que dejarme sólo
para pedir ayuda, desde ahí el teléfono no encontraba cobertura.
Pasé cerca de una hora solo allí
tendido, me dijeron luego que había caído desde diez metros de altura, un
saliente había parado la intención de Átropos de cortar el hilo de mi
existencia. Mientras esperaba, las moscas invadieron mis heridas, pretendían
devorarme poco a poco y yo apenas podía moverme, el dolor era muy intenso. Los
buitres comenzaron a danzar sobre mí en el aire, descendiendo lentamente, pero
yo les advertía de que seguía vivo moviendo un palo de un lado a otro. Si
hubiera permanecido allí más tiempo, esas aves del infierno habrían venido a
comerse mis ojos, no me cabe duda.
Por fin, pasada aquella hora, la
hora más larga de toda mi vida, escuché el intenso sonido de unas aspas y ante
mí apareció la imagen de un helicóptero. Fue mi primer viaje en helicóptero,
pero como estaba metido en una camilla y completamente drogado por los
tranquilizantes, no pude disfrutar de las vistas mientras volábamos sobre la
sierra de Madrid.
Venga viejo ún poco de mas cuidado!!! saludos...
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