Más allá del continuo intento por estar todos de acuerdo, más allá de la
persecución reiterada del olor a consenso, más allá de la imagen
ridícula que nos convence de que la realidad se encuentra en un estado
determinado, con un carácter concreto que es (hay quienes piensan) una
parte natural del supuesto tiempo que nos toca. Más allá, mucho o quizás
sólo un poco más allá; no hay nada, pero nada de nada. Y es preciosa
ella, porque lejos de lo que la mayoría pensamos, cuando la
miras directamente a los ojos, todo empieza a tener importancia, pero
esta vez es cierto. No hace falta decirse que a uno le hacen falta
valores, que a uno le hacen falta una serie de dogmas al menos básicos
para encontrar el sentido de su propia vida. No le hace ninguna falta a
uno inventarse cosas en las que creer ni obligarse después a creerlas,
no le hace falta a uno apoyar su vida en sus propios esquemas de cartón.
Cuando uno mira a los ojos a la nada, se siente obligado a sincerarse
consigo mismo, y descubre porqué creía en lo que quería creer, y porqué
hacía realmente todas las cosas que quería hacer aparentemente desde lo
más profundo de su voluntad. Uno observa entonces que casi todo es fruto
del miedo a la nada, por eso cuando uno mira, y pierde el miedo, uno se
ve a sí mismo, desnudo. Y cesa paulatinamente la actividad frenética
que nos caracteriza. Uno entiende, uno abraza y comprende, no necesita
nada más. Uno agradece y sabe por fin vivir.
No hay comentarios:
Publicar un comentario