Tormenta por dentro y por fuera,
de la que mueve los mares y ablanda la tierra. Tormenta que se adentra en las
grietas de la piel e inunda el estómago y el cuello. Tormenta que barre la
vejez, lo vivido, lo esperado, lo aborrecido y viene con un ejército de
opiniones contradictorias.
Tormenta que en verano es la
causa del verdor de los jardines y el olor y la grandeza de las flores de mi
abuela, que viven dentro de una maceta, en una pequeña terraza, en una calle
muy estrecha de un barrio canijo, en una ciudad gris de un país aburrido donde
llueve muy poco.
Tan poco… que el hollín se
acumula en los decretos de decrépitos burócratas y las alcantarillas se
obstruyen y regurgitan el fulgor artificial del aceite de los coches oficiales.
Tan poco… que los cráneos secos no permiten el vaivén de sus neuronas y los tubos gelatinosos del cerebro se endurecen y se aplastan.
Tan poco… que todo sigue de la misma manera, como si el tiempo hubiese muerto y apuntase el sol inamovible desde el mismo ángulo obtuso.
Tan poco… que los cráneos secos no permiten el vaivén de sus neuronas y los tubos gelatinosos del cerebro se endurecen y se aplastan.
Tan poco… que todo sigue de la misma manera, como si el tiempo hubiese muerto y apuntase el sol inamovible desde el mismo ángulo obtuso.
Tan poco… que cuando llueve
siento un hálito sutil de perspectiva, un minúsculo chispazo de esperanza, un
aroma inhibido de ilusión en el ambiente.
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